Ver a las personas pasar sin ni siquiera una mínima sonrisa en el rostro es terrible. Me hace sentir como si el mundo estuviera perdiendo su chispa, como si nos olvidáramos de que todavía hay motivos para reír, aunque sean pequeños. Bueno, yo tampoco es como que sonría mucho, pero no tengo muchos motivos para hacerlo.
Mi nombre es Klover, tengo 29 años y soy un artista callejero. A veces me pregunto si elegí esta vida o si simplemente fue la única forma que encontré de no desaparecer por completo. En la calle, entre risas y miradas fugaces, me siento visto, aunque sea por un instante. La verdad, se me ha facilitado mucho este camino, ya que con el tremendo nombre que me pusieron mis padres, no necesito ni siquiera uno artístico. No puedo empeorar más.
Volviendo al tema: un día fui, como de costumbre, a la calle donde me gusta estar, porque pasa bastante gente por allí y puedo hacer mejor mi trabajo con público. Pero ese día, en particular, noté algo extraño en la gente que pasaba a mi alrededor. En cada esquina que miraba, no había ni una persona que sonriera, ni por casualidad. Algunos hablaban por teléfono de forma seria y fría; otros conversaban con amigos, pero más parecían enemigos, ya que no se notaba ni confidencia ni complicidad en nadie.
Extrañado, me acerqué a un grupo de amigos que hablaban seriamente. —Me parece buena idea ir a esa fiesta mañana —dijo uno con tono fúnebre. “¿Es fiesta o funeral?”, pensé, ya que no se le notaba nada de emoción. —Dicen que es de disfraces, así que hay que ir a conseguirlos —dijo otro, mirándome de reojo con el ceño fruncido. En cuanto me di cuenta de que uno me había notado, fingí demencia y me hice el ciego, caminando torpemente y tropezándome con alguno de ellos.
Sin rendirme en descubrir por qué nadie se veía feliz, decidí seguirlos. Continué haciéndome pasar por ciego y los seguí a una distancia que creía prudente, pero de pronto comenzaron a susurrarse cosas entre sí y salieron corriendo. Yo, sin perderles de vista, corrí detrás de ellos. —¡TE DAREMOS TODO LO QUE QUIERAS, PERO DÉJANOS EN PAZ! —gritó uno, lo que me confundió bastante. Me giré para ver si se lo decían a otra persona, pero al darme cuenta de que era a mí, analicé la situación... y entonces lo entendí.
Sin preverlo, me salió una carcajada tan fuerte que hizo que el grupo de amigos se detuviera y me miraran como si finalmente hubiera caído en la locura. —No... No les quería ha... hacer daño —dije entrecortado por la risa que no podía detener—. Solo quería saber por qué no están felices. —¿Qué? —dijo uno, completamente confundido. —Dijeron que van a ir a una fiesta, ¡una de disfraces! Y no les emociona en lo más mínimo. ¿Qué diablos les pasa? —pregunté, ya más serio. —Hemos ido a muchas fiestas. ¿Por qué habríamos de emocionarnos por una más? Los miré indignado, sin poder creer lo que acababa de escuchar. —¿Pero no les parece motivo suficiente celebrar por estar vivos, por tener amigos? ¡O no sé, busquen una excusa para ser felices, mocosos! —exclamé frustrado, aunque no soy tan viejo como para andar diciendo "mocosos". —Mira, anciano, anda a decir esas ridiculeces a otras personas. Nosotros sabremos cuándo mostrarle una sonrisa al mundo. Tal vez el mundo no se lo merezca tan fácilmente —dijeron con arrogancia, rodaron los ojos y se fueron.
Me dejaron sin palabras. Pero tomé una decisión: iba a encontrar la forma de sacarles algunas sonrisas... y si era posible, unas buenas carcajadas.
Regresé a mi pequeño departamento y empecé a buscar soluciones para este enorme problema. Yo no tengo muchas cosas para ser feliz, pero nunca dejo que eso me arruine el humor. Siempre tengo una sonrisa que mostrar al mundo, y es sincera. Prefiero eso a dejarme envolver por la tristeza. Aunque, claro, cuando es necesario, también dejo fluir otros sentimientos.
Pasé toda la tarde sentado en mi sofá, viendo por la ventana cómo se iba oscureciendo. Pero de un momento a otro, me quedé dormido sin ni siquiera escribir un título en el cuaderno que había comprado. Me desperté por un grito que venía de la calle; me asusté tanto que me paré de un salto y fui directo a la ventana. Me di cuenta de que no era una persona... sino una gata apareándose justo en mi ventana. “Genial”, pensé, rodando los ojos.
Decidí prepararme la cena, ya que estaba despierto. Si me volvía a sentar, sabía que no me pararía más. Abrí una lata de atún, lo más fácil que encontré en la alacena, y mientras la abría... se me ocurrió una idea asombrosa. Me imaginé un foco prendiéndose y todo.
Corrí por mi cuaderno y esta vez me senté en el mesón de la cocina para no dormirme otra vez. Comencé a dibujar un pequeño boceto y a escribir ideas a su alrededor. Saqué todos los materiales que iba a necesitar, porque esto tenía que ser divertido de principio a fin: ¡no podían tener oportunidad de aguantar la carcajada!
Con todo ya en la mente y escrito, me fui a mi habitación a dormir. Apenas toqué las sábanas, caí rendido del cansancio de mi trabajo de espionaje y creatividad.
Al día siguiente, me levanté con la peor cara que he visto en mi vida. Hasta verme en el espejo me hizo querer llorar de lo feo que estaba. Me levanté temprano, ya que para conseguir todo lo que necesitaba tenía que recorrer la ciudad. Y como pobremente no tengo automóvil, debía moverme en metro o caminando. —Odio ser pobre —me dije al espejo.
Me duché rápido, me cambié y salí cuanto antes. Pasé todo el día de aquí para allá, pero con una suerte increíble conseguí todo lo necesario.
Llegué a casa y me puse manos a la obra. Saqué las latas y comencé a colocar todos los ingredientes que harían esto funcionar sin necesidad de trucos complejos. Planeé que, al abrirse, la lata soltara serpientes de broma y luego un chiste diferente en cada una. Además, incluí un polvo especial para aumentar la risa.
Pero como quería que fuera divertido desde el principio, no podía tener solo una tapa convencional. Personalicé cada lata para que solo pudiera abrirse con un baile divertido. Si no bailás, la lata no se abre. Punto.
Con un prototipo ya armado, decidí probarlo. Todo buen inventor prueba su invento primero.
Puse la lata en el suelo, comencé a mover los brazos de manera lenta, luego empecé a saltar. Fui aumentando la velocidad hasta que ya no supe qué estaba haciendo, pero se sentía bien. Me sentía libre. Y, para qué mentir, un poco feliz.
La lata se abrió. ¡Funcionó! Salieron las serpientes por los aires, el polvo de la risa flotó en el ambiente, y al final del recipiente leí un chiste tan tonto... que me hizo reír a carcajadas durante media hora.
Cuando logré controlar la risa, me sentía más liviano. Exactamente lo que quería provocar.
Armé más latas y las dejé listas para salir a vender al día siguiente. No las vendería caras; solo quería que la gente disfrutara de la vida.
Al amanecer, me levanté emocionado. No me importó verme demacrado: agarré las latas y salí. Era el primer día de venta de:
RISA EN CONSERVA
No consumir en funerales.
Fui a mi calle de siempre y monté mi puestito. Al principio todos me miraban raro, pero nadie se animaba a acercarse... hasta que una chica lo hizo. —¿Qué es esto? —preguntó, intrigada por las latas coloridas. —¿Por qué no la abrís y lo disfrutas? —respondí, misterioso.
Funcionó. Compró una. Al ver que no tenía broche, le dije: —Ponla en el piso y baila de la forma más divertida que se te ocurra.
Sin dudarlo, lo hizo. La lata se abrió, las serpientes volaron, el polvo se esparció, y al final leyó el chiste. Soltó una carcajada que no me pudo hacer más feliz. Sus amigas se acercaron a ver si estaba bien, pero terminaron todas contagiadas de la risa. Compraron más, y más gente se fue acercando por la curiosidad.
Y lo inesperado ocurrió: como si algo en el aire los hubiera conectado, todos comenzaron a bailar para abrir sus latas, transformando la plaza en un espectáculo colectivo de alegría desatada. El polvo se esparció y, sin querer, todo el pueblo empezó a reír.
Claro, era un pueblo pequeño. Pero igual, impresionante.
El problema fue que... nadie dejaba de reír.
Pasaron más de 30 minutos y seguían igual. Asustado, me acerqué a uno y le dije: —Acaban de informarme que mi mamá está en el hospital.
Nada. Siguió riendo como si no hubiera oído nada.
Me fui a mi departamento, pensando que al día siguiente se les pasaría. Pero no. Todo seguía igual. Nadie se había movido de su sitio, y algunos ya casi no podían respirar.
Revisé qué pude haber hecho mal, pero... las hojas donde anoté todo se habían ido a la basura cuando limpié.
Más nervioso, intenté idear un nuevo plan. Y se me ocurrió: ¿y si hacía una nueva lata con todas las emociones?
Escribí todo en un nuevo cuaderno, salí a comprar los materiales, y trabajé toda la noche en una gran lata que cubriera al pueblo entero.
Sin tiempo para probarla, fui al centro del pueblo y la abrí de forma tradicional.
Poco a poco, todo volvió a la normalidad.
Como prueba, me acerqué a un señor y le dije: —Me acaban de informar que mi mamá está en el hospital. —Lo siento mucho, chico. Deberías ir a ver cómo está —me respondió con total calma.
Aliviado, lo abracé.
Volví a casa y tiré el nuevo cuaderno sobre la mesa con una mezcla de alivio y tristeza. Había aprendido algo importante, pero me dolía haber llegado a ese punto por ensayo y error. Me quedé un momento mirando la tapa, pensando en todo lo que había vivido en esos días. Ya entendí: no puedo controlar las emociones ni cómo las manejan los demás.
—Vive tu vida y deja que los demás vivan la suya —me dije, mirándome al espejo, con una mezcla de alivio y tristeza—. Si tienen que reír, que rían. Si tienen que llorar, que lloren. Pero que sea decisión de ellos, no mía. Yo ya entendí que no puedo imponer felicidad; solo puedo ofrecerla.
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