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Inspirational Teens & Young Adult

Imperturbable, Becca dejó pasear sus vivaces ojos grises sobre la escena que se llevaba a cabo en la habitación. Su menuda figura delgada se aferraba a la puerta, la silueta recortada en el umbral de la vieja puerta de madera con las bisagras gastadas. La señora Blythe, una mujer joven de brazos fuertes y pulso firme, caminaba apresuradamente, su largo vestido verde ondeando a medida que recorría la sala en busca de vendas y otros utensilios. Algunos mechones de cabello pajoso le caían del apretado rodete que llevaba sobre la cabeza, el sudor perlaba su frente. Cuando divisó a su hija en la entrada, le sostuvo la mirada por un segundo, antes de volver a su tarea. 

Había un hombre tendido en la cama. Becca había escuchado que se había caído de su caballo, un rebelde corcel negro que respondía al nombre de Mountpeak. Pero eso ya no importaba. Su madre le había explicado que para ser enfermera, no podías desconcentrarte con detalles como ese. Solo importaba el paciente, y la herida, todo lo que había pasado antes de que entrara a la habitación carecía de importancia. Pero Becca no podía evitar sentir curiosidad por el hombre, que ahora se esforzó retorciéndose de dolor sobre la cama. 

- Becca, tráeme una botella de vino de la alacena, rápido. 

Becca no vaciló ni un segundo antes de correr escaleras abajo hacia la bodega. El aroma dulzón a alcohol inundó sus fosas nasales y le generó una leve sensación de mareo. Tomó con sumo cuidado una de las botellas de vidrio de los estantes bajos y corrió hacia la habitación. 

Observó embelesada los firmes movimientos de su madre, como mojaba un trapo limpio con el oscuro líquido carmesí y lo colocaba en la boca del hombre, dejando un surco de lágrimas de vino deslizándose por su barbilla. La señora Blythe aplicaba vendas y limpiaba con alcohol la pierna rota, entablillando el hueso con cuidado pero rapidez, impávida ante la gran cantidad de sangre que emanaba de la herida. Becca intentaba ayudar en todo lo que podía, sin llegar a ser un estorbo. Tenía ocho años en ese entonces. No era la primera vez que su madre atendía a enfermos del pueblo, pero esa fue la primera vez que Becca se dió cuenta de lo importante que era su tarea. Se dio cuenta del poder de la señora Blythe, el poder sobre la muerte, la fuerza para agarrar el alma de una persona y mantenerla en el cuerpo por un tiempo más. Pero todo eso era temporal. Becca suponía que eso era lo que no le gustaba sobre la profesión de ser enfermera. Al final, todo su trabajo era en vano. La muerte siempre ganaba. 

El funeral fue un día de otoño. Era un día tan parecido al resto de los días del año que a Rebecca le dio la impresión de que todo era un sueño. La densa neblina arremolinándose entre las lápidas del cementerio, los árboles cubiertos por la escarcha mañanera, la hierba congelada ante la helada de la noche anterior. Incluso algunos pájaros temerarios que se atrevían a lanzar su canto contra la quietud de la mañana. Rebecca sujetaba la sombrilla negra contra su hombro, el largo vestido de luto creaba una silueta incierta sobre la colina. Su padre la acompañaba, surcos de preocupación rodeaban los cansados ​​ojos del viejo pescador. Miraba la lápida con suma tristeza, su mano aferrándose al pañuelo como si se tratara de la mano de su mujer fallecida. No eran pocos los que se han congregado ese día para despedir a la amable enfermera Blythe, quien tanto esfuerzo había gastado en cuidar de los demás que su propia enfermedad le había pasado desapercibida. Rebecca tenía dieciséis años. Ya previsto el lamentable suceso hace varios meses, pero cuando el alma de la señora Blythe por fin abandonó su cuerpo, Rebecca se sintió como un polluelo siendo arrojado del nido antes de aprender a volar. Su corazón le pedía aventura, huir del miserable pueblo al cual ahora estaba anclada por corriente del destino. Pero sabía que ahora, eso era imposible. La señora Blythe nunca consideró necesario tener más aprendiz que su propia hija, por lo que todo el peso de su conocimiento sobre la medicina había caído en una única persona: Rebecca. Eso la obligaba a quedarse hasta el resto de sus días en el mísero pueblo remoto, ocupando el enorme vacío que la muerte de su madre había dejado atrás.

Llora lágrimas de seda, 

Acarician sus brazos el rostro de la niña, 

dulce es el canto del ruiseñor, 

que cada mañana acompaña su risa 

Sus mejillas estaban húmedas, pero su pulso firme. Agarraba con fuerza la mano temblorosa de su padre, pero la suya permanecía quieta. Igual que la de su madre, quien aún con fiebre y delirios, era capaz de sujetar su taza de té con firmeza. 

Grande es el sauce llorón, 

como mi tristeza,

grandes son tus ojos mi niña, 

eso lo sé con certeza / que admiran su corteza 

Era una vieja canción que su madre solía cantarle cuando ella estaba triste. Rebecca se acordaba aún del limpio olor de su madre cuando se inclinaba para darle un beso en la frente cada noche y como la mecía en sus brazos al compás de la canción. La canción que decía que iba a estar con ella para siempre. 

Canta la niña al sol, 

las estrellas y cada flor, 

porque viejas son sus ramas, 

solo se quedaría si no. 

No te vayas mi niña, 

duerme a la sombra del llorón, 

que con su alegría abre, 

al más solitario corazón

Rebecca corrió colina arriba hacia la pequeña cabaña, sus botas aplastando pequeñas flores amarillas que adornaban la hierba pisada. Era un día caluroso, nubes de mosquitos zumbaban sobre los campos y la fragancia de la tierra fértil calmaba los nervios de la joven. Habían pasado cinco años desde la muerte de su madre, y Rebecca había madurado hasta convertirse en una mujer fuerte e inteligente igual que ella. Su cuerpo había florecido hasta igualar la figura de su madre, los viejos vestidos y faldas suyas ahora han sido heredados a Rebecca. La forma en que actuaba era una perfecta imitación de la seguridad de la señora Blythe, su ausencia pasaba casi desapercibida. Era la nueva enfermera del pueblo, una responsabilidad con la que se había encariñado. Y así corría en a su cabaña que hacía una forma de hospital. Cuando llegó sin aliento a la habitación del fondo, su propia oficina improvisada, no tardó ni un segundo en llegar a un diagnóstico: gripe farsante. Recibía su nombre por ser una enfermedad fuera de temporada, que tenía todos los síntomas de una gripe de verdad, pero no era tan grave. Siendo mitad de primavera, Rebecca ya había lidiado con varios casos, especialmente en niños entre los 10 y 8 años. El único problema que tenía, era que siendo fuera de temporada, la mayoría de los padres creían que se trataban de mentiras, y los niños no recibían la atención necesaria.

Tendida sobre la cama se fueron una mujer de mediana edad. Ava Grey. A su lado estaba su esposo, el señor Gray, quien le tomaba la mano con expresión preocupada. La mujer estaba claramente enferma; su espalda entera tiritaba y estaba pálida, su tos era seca y Rebecca sintió la fiebre sobre su frente apenas posó su mano sobre la piel perlada de sudor. Efectivamente: gripe farsante. El hijo de los Heller le había dado aviso del estado de la señora Gray cuando estaba paseando por el centro del pueblo, disfrutando del atareado ambiente que tomaba lugar en el mercado a la mañana. En unos días era la feria de primavera, y las ciento veintiséis personas que vivían en Blackwood (sin contar a la pequeña Daisy que había nacido hace menos de una semana) se sumergido de lleno en las preparaciones. Sin embargo, Rebecca no había dudado ni un segundo en acudir a la ayuda de Ava cuando David Heller se le acercó corriendo con sus grandes dientes blancos y brillantes ojos castaños pidiendo auxilio. Era agotador, pero era su trabajo, y nada le aportaba mayor satisfacción que ayudar como su madre solía hacerlo. 

Pasó toda la tarde atendiendo a la señora Grey, bajo la atenta mirada de su esposo. Aunque ya había demostrado su competencia en varias ocasiones anteriores, la mayoría de los hombres (y algunas mujeres) dudaban cuando veían una joven como ella practicar su conocimiento médico. De todas formas, solían entender que no había persona más capacitada en todo Blackwood para ejercer de enfermera. 

Esa noche en la mesa, cenando a la luz de las velas, Rebecca y su padre comieron en silencio. Los grillos cantaban en una orquesta inconmensurable, la luna brillaba más allá de la ventana de la cocina. 

- ¿Cómo está la señora Grey? 

- Mejor. Un par de días de descanso y ya se recuperará. 

Silencio. Su padre le lanzaba miradas entre bocado y bocado, el tintinear de los cubiertos y el agua del lago cercano rompiendo contra la orilla creaban una atmósfera de calma. 

- ¿Becca? 

Rebecca se tensó automáticamente en un movimiento involuntario que no pasó desapercibido por su padre, quien suspiró pesadamente. 

- Tu madre era una mujer maravillosa. Y una de las mejores enfermeras que he conocido. Hacía todo bien. Creo que por eso me enamoré de ella. La manera en la que ejecutaba cualquier acción era una verdadera obra de arte. Nunca se puso restricciones. Para algunos eso puede sonar… inadecuado, pero en ella todo parecía ser parte de algo más grande. Rebecca, ella nunca habría dejado sus sueños por mí, y no querría que tú dejes tus sueños por ella. Sé que es cansador intentar llenar el vacío que ella dejó, y que estás agotada, pero no es tu responsabilidad ser ella. Lo único que debería importar… es lo que tú quieres. 

Rebecca sabía que a su padre le costaba pronunciar esas palabras, porque a ella misma le costaba escucharlas. No sabía qué es lo que debería estar sintiendo, pero sus emociones definitivamente no calzaban con lo que habría esperado. Solo sentí gratitud… pero de una manera extraña. De una forma que no lograba comprender. Su madre le había enseñado que siempre debería recibir a aquellos que necesitaban auxilio, sin importar quien fue. Así había crecido, así había madurado y así se había entendido más, así había entendido más a su madre. La señora Blythe, quien siempre tenía la puerta abierta para un extraño. 

Se oyó un golpeteo contra la ventana. Rebecca miró al lado y vió como pequeñas gotas de lluvia se empezaban a deslizar por la ventana. Era la lluvia tardía que tantos campesinos estado esperando. Rebecca sonrió y se levantó de su silla, para luego acercarse donde el señor Blythe y abrazarlo por detrás, apoyando su suave mejilla contra la áspera coronilla de su padre. 

- Mi niña hermosa. Estoy orgulloso de tí, y sé que tu madre también lo estaría. 

La lluvia caía y caía, la danza del fuego devoraba la cera poco a poco hasta que solo quedaba media vela rodeada por un vestido derretido. El golpeteo de la lluvia era constante, y algún que otro trueno se dejaba escuchar en la lejanía. Entonces escuchó un golpe más fuerte contra la vieja puerta de madera, un insistente llamado de urgencia. Rápidamente, Rebecca se dirigió a la entrada y abrió la puerta, que se resistió por el azote del viento. Una figura encorvada, apenas visible contra la oscuridad de la noche. La persona dijo algo inentendible entre el ruido de la lluvia, haciendo señas al interior de la casa. Rebecca le dio paso al extraño y cerró la puerta con fuerza, encerrando la tormenta en la infinidad del mundo. El hombre era un anciano delgado y alto, de pequeños ojos azules que la observaban con interés. Vestía un traje elegante, zapatos finos embarrados por el fango y llevaba un sombrero arruinado por la tempestad bajo el brazo. Rebecca le ayudó a quitarse el abrigo empapado y lo guió hasta la cocina donde le cedió el puesto en el cual estaba sentada. 

- Vaya temporal que se desató allá afuera. Unas amables señoritas me advirtieron sobre la lluvia, pero viendo el cielo tan despejado no vi razón para creerles. Ya aprenderé a confiar en los locales cuando hablan de sus propias tierras. Supongo que salta a la vista que no soy de estas tierras, pero no me conviene anunciarlo a los cuatro vientos. Y vaya vientos que esté allá afuera, no saben ustedes que cuando venía para acá… 

El hombre continuó con un largo monólogo sobre su viaje, explicando detalles que ningún sentido hacían si no conocías la historia completa. Historia que nunca se llegó a aclarar, porque el hombre hablaba y hablaba y hablaba, hasta que Rebecca no vió más remedio que interrumpir al pobre hombre y preguntarle sobre lo que le había llevado ahí. Era un profesor, un distinguido de más allá de la colina, lo cual llegaría a sonar romántico si no era por la fama que tenía la gente que vivía al otro lado de la línea de ferrocarril. Hombres y mujeres torpes, de poco honor, que no veían más en la vida que su propia sombra. Rebecca había escuchado historias de estas personas, y ninguna precisamente buena. Pero el hombre le despertó una curiosidad que no había sentido desde Mountpeak y el desafortunado jinete de la pierna rota.

Así es que escuchó atentamente al monólogo del hombre, el cual se veía únicamente interrumpido por preguntas casuales del señor Blythe. Lo que contó el hombre a lo largo de la velada no tiene mucha importancia en este relato, porque ni yo sería capaz de explicar completamente la extravagante vida de quien sería llamado Henry Graves. Lo único que importa realmente es la verdad que fue descubierta, el mundo que le fue abierto a los ojos de Rebecca. La vida más allá de la colina, más allá de Blackwood, más allá de la frontera del ferrocarril. La verdad sobre la gente de la ciudad. La verdad siempre había sido algo subjetivo para Rebecca, pero cuando el señor Graves describió su vida, ella no pudo evitar sentir que delicada información, aún maś delicada que el conocimiento que ella poseía sobre la medicina, era traspasada a sus manos. No le estado mentido precisamente, pero encontró una gama entera de posibilidades más allá de la colina que ignoraba que existían. La posibilidad de una vida fuera del miserable pueblo con el que ella se había encariñado luego de la muerte de su madre. El señor hablaba por hablar, y no tenía idea del impacto que tenía cada palabra sobre los Blythe. Habían más opciones fuera de la vida entre las cuatro paredes de la habitación del fondo, más opciones fuera de la vida en la cual llevaba atrapada por cinco años. Y Rebecca no sabía lo que eso significaba exactamente. Porque miraba a su padre, y miraba por la ventana, hacia el pequeño río de luces del pueblo, y en dirección al lago negro, que ahora se perdía entre la lluvia, y sentía que ese lugar era su lugar. El lugar que ella había logrado construir para sí misma. Cuando chica lo único que quería era huir del desdichado destino en el cual estaba atrapada, pero en esos cinco años había logrado escapar de él sin darse cuenta y formar su propio camino. Tenía la opción de irse, y quedarse, era así de simple, y Rebecca solo podía pensar en Mountpeak, de nuevo, porque ahí había empezado su danza con la muerte. Había aprendido la coreografía, sabía dónde debía estar, y sabía qué debía hacer. En el último segundo, todo cobra sentido, lo cual te abre camino a nuevas posibilidades. Rebecca encontró en los caminos de un extraño su propio destino, el cual tomaba lugar en el mísero pueblo en el cual era libre.

June 05, 2021 04:15

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