El restaurante "La Cuchara Feliz" nunca cerraba. No importaba la hora, si llovía o si una tormenta eléctrica hacía temblar el pueblo, siempre había alguien atendiendo. Y aquella noche no era la excepción.
Faltaban cinco minutos para la medianoche cuando Marcos, el mesero de turno, se disponía a limpiar la barra. La única clienta era una anciana de cabello blanco, que sorbía lentamente su sopa de cebolla. Justo cuando Marcos pensó que podría cerrar temprano, la campanilla de la puerta sonó.
Un hombre alto, con un traje gris algo desgastado y una expresión impasible, entró y se sentó en la mesa del fondo.
—Buenas noches —saludó Marcos con su mejor sonrisa comercial—. ¿Le traigo el menú?
—No es necesario —respondió el hombre con voz grave—. Quiero el especial de la casa.
Marcos tragó saliva. No tenían un especial de la casa. De hecho, nunca lo habían tenido. Miró nervioso a la anciana, que de repente parecía aún más pálida.
—Disculpe, pero aquí no tenemos…
—El especial de la casa —repitió el hombre, ahora con una leve sonrisa, pero con un brillo inquietante en la mirada que hizo que Marcos se estremeciera.
Decidió ir a la cocina y ver si el chef podía improvisar algo. Pero cuando entró, encontró la cocina vacía.
—¿Señor Esteban? —llamó, refiriéndose al cocinero, pero nadie respondió. La olla burbujeante sobre la estufa soltaba un olor extraño, como a carne cocida con especias que no reconocía.
Cuando volvió al salón, el hombre del traje gris ya tenía un plato frente a él. Un plato que Marcos juraría que no había servido. Se acercó un poco para ver el platillo, pero no reconoció nada de lo que estaba en el plato.
Era un estofado espeso y oscuro, con pedazos de carne de textura extrañamente gelatinosa. Al principio, pensó que podría ser algún tipo de guiso exótico, tal vez algo de caza, pero al mirar más de cerca, se dio cuenta de que había algo extraño. Algo que no quería identificar.
Las piezas de carne se desmoronaban en hilos, casi como si fueran carne desmenuzada, pero las fibras tenían un tono grisáceo, casi morado. Alrededor de la carne, flotaban extrañas burbujas, como si el guiso estuviera burbujeando con una vida propia. El caldo, espeso como alquitrán, se movía con un ritmo irregular, y había algo en el fondo que parecía… moverse.
Marcos frunció el ceño al notar algo más. En el borde del plato, cerca de una pequeña ramita de perejil, había algo extraño: una uña humana. O al menos, eso parecía. La piel alrededor de la uña era gris, enrojecida, como si hubiera sido arrancada. Su estómago se revolvió.
—Ah, justo como lo recuerdo —dijo el hombre, tomando el tenedor y llevando un trozo de carne a su boca.
Marcos retrocedió un paso, sin saber si lo que veía era real. El hombre masticó lentamente, su mandíbula haciendo un movimiento desagradable, como si estuviera triturando algo más que carne. Un sonido húmedo y grotesco resonó en la sala, y el hombre no mostraba ninguna señal de disgusto. Al contrario, parecía disfrutar cada bocado.
La anciana se levantó de golpe, derramando su sopa.
—No deberías estar aquí —susurró, temblando.
—Oh, abuela… —el hombre dejó el tenedor y sonrió—. Ya es tarde para eso.
Marcos miró de uno a otro, confundido. La anciana retrocedió, tropezando con una silla. Y entonces, lo vio.
Las manos del hombre no eran normales. Sus dedos eran largos, huesudos, como garras. Y cuando tomó otro bocado, Marcos escuchó un sonido húmedo, grotesco. No estaba masticando comida. Estaba… devorando algo más. Algo que goteaba un líquido oscuro sobre el mantel blanco.
—Es el último pedido de la noche —susurró el hombre, mirando a Marcos—. ¿Te gustaría probar?
La anciana gritó, el restaurante se oscureció por un segundo, y cuando Marcos volvió a parpadear… estaba solo. Ni rastro del hombre. Ni del plato. Ni siquiera de la anciana.
Solo quedó la sopa derramada y el eco de una risa grave, burlona, flotando en el aire.
Sintió un leve mareo y tuvo que apoyarse en la pared para no desplomarse en el suelo, hasta que, incapaz de aguantar más, se desmayó.
El sonido del reloj marcando la medianoche lo despertó. La campanilla de la puerta sonó otra vez y una voz, desconocida, susurró desde la entrada:
—¿Qué hora es?
—¿Dónde están? —preguntó en un susurro, esperando a que la persona que entró le dijera algo.
Cuando eso no sucedió, levantó la mirada, pero ya no había nadie. Sintió algo en su espalda, giró la cabeza de inmediato y era la persona que había entrado, tan cerca de él que comenzó a temblar.
—¿Qué hora es? —preguntó nuevamente y en ese momento todo se oscureció de nuevo.
El aire se tornó denso y pesado. Marcos sintió su pecho comprimirse, como si algo invisible le apretara las costillas. Intentó moverse, pero sus piernas no respondían. Un susurro sibilante se deslizó junto a su oído, un murmullo apenas entendible.
—Es tarde… demasiado tarde…
Las luces parpadearon, y por un instante vio reflejos de sombras en las paredes, alargándose, retorciéndose como si tuvieran vida propia. La figura frente a él se distorsionó, su rostro pasó de humano a algo indescriptible, con una sonrisa que se estiraba más de lo natural y ojos que reflejaban un vacío interminable.
—¿Qué hora es? —volvió a preguntar, esta vez con una voz que resonó en toda la habitación.
Marcos sintió que algo tiraba de él. Su mente se llenó de imágenes fugaces: el restaurante vacío, la sopa derramada, la anciana con una expresión de terror… y luego, nada.
Despertó nuevamente, pero no estaba en "La Cuchara Feliz". Se encontraba en una habitación oscura, fría, con el suelo cubierto de un líquido espeso y pegajoso. Intentó levantarse, pero sus manos se hundieron en algo blando. Un escalofrío lo recorrió al darse cuenta de que no estaba solo.
Alrededor suyo, figuras pálidas y sin rostro lo rodeaban, murmurando en un idioma incomprensible. Uno de ellos se inclinó hacia él y con una voz grave, pero burlona, susurró:
—Bienvenido al último pedido.
Marcos abrió la boca para gritar, pero el sonido se perdió en la nada.
De repente, una de las figuras alzó una mano y, en un destello, Marcos pudo ver su reflejo en una superficie metálica. Su rostro estaba cambiando, distorsionándose. Su piel adquiría un tono grisáceo, sus ojos se oscurecían como pozos sin fondo.
Las voces a su alrededor comenzaron a reír, una risa gutural y espeluznante.
—Ahora eres parte del menú —susurró una voz familiar. Era el hombre del traje gris, observándolo con diversión.
Marcos sintió que su conciencia se fragmentaba. Su última visión fue la campanilla de la puerta sonando una vez más y una voz repitiendo, en un eco eterno:
—¿Qué hora es?
La oscuridad lo devoró por completo.
Solo que esta vez, la oscuridad sería eterna.
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