Mariana siempre había sido una chica de campo, de esas que caminan kilómetros por el cerro sin miedo, que conocen cada árbol, cada sendero y cada piedra como si fueran parte de su cuerpo. Extrovertida, curiosa y despistada, le encantaba perderse en la naturaleza, pero jamás se imaginó que un día se perdería en la ciudad.
Era su primer año en la universidad, en pleno corazón de la gran ciudad, un mundo que la fascinaba y la aterraba al mismo tiempo. La universidad estaba en un barrio acomodado y lleno de vida. Pero Mariana, siempre ahorrativa y aventurera, decidió un día caminar desde ahí para tomar el bus que la llevaría a su pueblo, ahorrándose así el pasaje y con la excusa perfecta para conocer más la ciudad.
Al principio, el paseo fue un descubrimiento encantador. Caminaba por calles que alguna vez había visto desde el auto cuando venía con sus padres a visitar a su abuela. Reconocía edificios antiguos, esos que parecían contar historias de otros tiempos, y parques donde su padre tomaba atajos. Recordó un parque en particular, donde de niña se había balanceado tan fuerte que accidentalmente lanzó a un niño al suelo. Su abuelo la había cargado y corrido para evitar que los padres del niño los encontraran, y le habían prometido nunca contar esa historia. Ahora entendía por qué su abuela nunca quería volver a ese parque: estaba en un barrio peligroso, lleno de vagabundos y sombras que ella, de niña, no había notado.
Mariana decidió seguir el curso del río, buscando la sombra y la naturaleza entre el concreto y los edificios. “Así no me quemo con el sol”, pensó, disfrutando del verde que se colaba entre la ciudad. Pero pronto, la emoción dio paso a la inquietud. Recordó las palabras de su padre: “Si alguna vez venimos por aquí, cierren las puertas y ventanas, y no miren por las ventanas”. La vez que una piedra impactó contra el auto, el susto que sintieron. Y ahora, caminando sola, sin dinero y sin nadie que la acompañara, comenzó a sentir que no estaba en un paseo sino en una trampa.
“¿Dónde estoy?”, se preguntó mientras aceleraba el paso. La gente ya no sonreía ni saludaba. Las miradas eran duras, frías, y cada sombra parecía esconder una amenaza. Su corazón latía tan fuerte que sentía que le iba a estallar el pecho.
—Tranquila —se dijo a sí misma—. Solo estás cansada. Solo tienes que dar la vuelta y volver.
Pero en vez de eso, siguió adelante, porque, claro, ella tenía ese maldito hábito de no regresar por donde vino, sino seguir adelante hasta perderse más.
De repente, sintió pasos detrás de ella. “¡Me están siguiendo!”, pensó. Aceleró, respirando con dificultad, con la sensación de que alguien podía abrir la puerta de un auto o un edificio y atraparla. Se imaginó secuestrada, perdida para siempre, y un mar de emociones la inundó: frío, calor, sudor, miedo, pánico.
En su mente, se desató una conversación absurda y caótica:
—“¡Corre, Mariana, corre!” —gritaba una voz interna.
—“Pero, ¿a dónde? ¡No sé dónde estoy!” —respondía otra.
—“¡No te detengas, que te van a agarrar!” —insistía la primera.
—“¿Y si solo están paseando? ¿O están perdidos como tú?” —intentaba calmar la tercera.
Pero la paranoia dominaba cada fibra de su ser. Cada sombra que se movía, cada susurro lejano, cada paso que resonaba en el pavimento se convertía en una amenaza inminente. Mariana sentía que estaba atrapada en una película de terror donde ella era la protagonista y el monstruo acechaba en cada esquina. Su corazón latía con una fuerza descontrolada, sus manos sudaban y su respiración se aceleraba hasta volverse casi incontrolable. Miraba hacia atrás una y otra vez, convencida de que alguien la seguía, que en cualquier momento una mano la agarraría del brazo o que un desconocido abriría la puerta de un auto para arrastrarla a un destino oscuro.
Y entonces, en medio de ese torbellino de miedo irracional, al voltear con un sobresalto, vio algo que la hizo detenerse en seco: un grupo de niños jugando alegremente en la acera, riendo y persiguiéndose sin preocupaciones. Cerca de ellos, una mujer embarazada caminaba lentamente, empujando un cochecito con un bebé dormido. La escena era tan pacífica, tan común, que Mariana sintió cómo el peso de su miedo se desplomaba de golpe, dejando espacio para una oleada de vergüenza y ridículo.
Se sintió completamente ridícula. Allí estaba ella, una mujer adulta, temblando y llorando como una niña pequeña, con mocos que le corrían por la nariz y lágrimas que caían sin control. Se cubrió la cara con las manos, tratando de ocultar su vulnerabilidad, pero no pudo evitar que el llanto se hiciera más fuerte, liberando toda la tensión acumulada. Era la primera vez que se sentía tan sola y asustada, y aunque sabía que su miedo era exagerado, no podía detenerlo.
Finalmente, cuando ya no pudo más, se refugió en una esquina oscura, encogida como un conejito asustado, lista para huir ante el más mínimo ruido. Fue entonces cuando un oficial de policía, con una expresión amable y tranquila, la encontró. Se acercó con cuidado, hablando en voz baja para no asustarla más.
—Hola, ¿estás bien? —preguntó con suavidad.
Mariana apenas pudo responder, su voz era un susurro tembloroso. Estaba tan asustada que no podía dejar de mirar a su alrededor, esperando que cualquier sombra se convirtiera en una amenaza. El oficial intentó calmarla, asegurándole que estaba en un lugar seguro, pero ella seguía alerta, lista para correr si era necesario.
Cuando finalmente su hermana llegó, después de varias llamadas sin respuesta porque estaba en el gimnasio completamente distraída, la escena que encontró fue digna de una comedia. Mariana, hecha un desastre, llorando, moqueando y temblando, parecía una caricatura de sí misma. No pudo evitar soltar una carcajada al verla así.
—“¿En serio, Mar? ¿Un bebé y niños te asustaron? ¡Eres un caso perdido!” —le dijo entre risas.
Mariana, aunque molesta, se dio cuenta de que había exagerado, y esa risa la calmó.
Mientras mi hermana se burlaba de mí en el camino de regreso a casa, no pude evitar sonreír entre lágrimas y mocos. Sí, había sido una completa desastre, una campesina perdida en la jungla de cemento, aterrorizada por un bebé, unos niños y una mujer embarazada. Pero también había aprendido algo muy importante: el miedo, aunque exagerado y a veces absurdo, es real y válido.
Porque no se trata solo de perderse en la ciudad, sino de cómo esa sensación de vulnerabilidad puede apoderarse de cualquiera, especialmente de una mujer que sabe que el mundo no siempre es seguro. Y aunque mi paranoia me hizo ver sombras donde solo había luz, esa misma paranoia es una alarma que muchas llevamos dentro para protegernos.
Así que sí, me perdí, lloré, me reí de mí misma y casi me vuelvo loca, pero también crecí un poco. Y ahora sé que, aunque la ciudad sea un monstruo de concreto, siempre hay una mano amiga, una hermana burlona y un oficial amable para recordarte que no estás sola.
Y la próxima vez... bueno, la próxima vez intentaré no seguir caminando hacia donde sé que me voy a perder, aunque no prometo nada.
"Perderse no siempre es cuestión de mapas, sino de miedo y de valentía. Y a veces, la mejor brújula es reírse de uno mismo mientras busca el camino de regreso."
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