¿Cómo diablos llegué aquí?

Written in response to: "I stared at the crowd and told the biggest lie of my life."

Creative Nonfiction Drama Teens & Young Adult

This story contains themes or mentions of mental health issues.

Nunca imaginé que terminaría siendo ministro. De hecho, si alguien me hubiera dicho hace cinco años que estaría parado frente a cámaras, respondiendo preguntas difíciles mientras millones me miran, habría pensado que era una broma de mal gusto. Y sin embargo, aquí estoy, con un traje que me queda apretado, una corbata que me aprieta el cuello y la sensación constante de que alguien va a descubrir que no sé ni qué hago.

Recuerdo la primera vez que me llamaron para el cargo. Estaba en mi casa, viendo un partido de fútbol y comiendo papas fritas, cuando sonó el teléfono.

—¿Ministerio de la Economía? —pregunté, pensando que era una broma.

—Sí, queremos que seas el nuevo ministro —me dijeron del otro lado.

—¿Yo? ¿Seguro que no es una equivocación? —respondí, con la boca llena de papas.

—No, es en serio. Prepárate para cambiar el país.

Colgué, me quedé mirando el teléfono y pensé: “¿Y ahora qué hago con las papas?”

Conocí al presidente en el colegio. Él era el típico líder nato, el que organizaba las fiestas, los equipos de fútbol y hasta las excursiones. Yo, en cambio, era el chico que prefería pasar desapercibido, que se sentaba en la última fila y tenía un talento especial para desaparecer cuando había que participar en algo.

Un día, sin previo aviso, me nombraron ministro. No sé si fue porque el presidente necesitaba alguien de confianza, o porque nadie más quería ese puesto, o simplemente porque mi nombre salió en una lista al azar. Lo cierto es que me encontré en un despacho enorme, con un escritorio que parecía un escenario y una silla que más que cómoda, era intimidante.

La primera vez que me vi en televisión, con el micrófono pegado a la boca y el reflector apuntando a mis ojos, sentí que me derretía. Traté de recordar algún discurso que había preparado, pero lo único que vino a mi mente fue la letra de una canción que había escuchado esa mañana.

—¿Qué digo? —me pregunté en voz baja, mientras el camarógrafo hacía la cuenta regresiva.

“3... 2... 1... ¡Acción!”

—Todo va bien —dije, con una sonrisa nerviosa—. Estamos trabajando para ustedes.

Después, en el camarín, un asistente me susurró:

—Ministro, eso fue... ¿cómo decirlo? Muy... genérico.

—¿Genérico? —respondí—. ¡Genial! Eso suena profesional.

Mi debut oficial fue una rueda de prensa que jamás olvidaré. Me pidieron explicar la inflación y, sin saber muy bien qué decir, improvisé:

—La inflación es como cuando te pones nervioso en una cita, y tu corazón empieza a latir rápido; pues la economía también se pone nerviosa y suben los precios.

Hubo un silencio incómodo, seguido de risas nerviosas. Las cámaras captaron mi sonrisa forzada y, al día siguiente, los titulares decían: “Ministro compara inflación con cita romántica”.

En otra ocasión, durante una entrevista en vivo, confundí el nombre del ministerio con el de un equipo de fútbol local.

—Estamos trabajando en la defensa del país, como los jugadores en la cancha —dije con convicción.

El periodista me miró con incredulidad y preguntó:

—¿Se refiere a la seguridad social o al equipo de fútbol?

—Eh... a ambos —respondí, intentando salvar la situación.

Las manifestaciones crecían, y yo seguía metiendo la pata. En una conferencia, intenté calmar a la multitud diciendo:

—La paz es como un sándwich: hay que armarlo con cuidado para que no se desarme.

Un asistente me susurró al oído:

—Ministro, eso no tiene sentido.

—Exacto —respondí—. ¡Es poesía!

A veces, cuando el ruido de los micrófonos y las cámaras desaparece, me quedo solo con mis pensamientos y me pregunto: “¿Quién diablos soy yo y cómo terminé en este lío?”

Recuerdo esos días en el colegio, donde mi mayor preocupación era no hacer el ridículo en educación física y evitar que el presidente me arrastrara a sus locuras. Él siempre fue el líder, el que organizaba las fiestas, los partidos y hasta las protestas estudiantiles (sí, ya era un adelantado). Yo, en cambio, era el tipo que se escondía detrás de la puerta del baño para no participar.

—Oye, ¿vas a venir a la marcha? —me preguntó una vez el presidente, con esa sonrisa que parecía decir “vas a venir sí o sí”.

—Eh... no sé, tengo que... estudiar —respondí, mientras pensaba en cómo escapar.

—Vamos, será divertido —insistió—. Además, podrías hacer un discurso.

—¿Yo? —pregunté, horrorizado—. Prefiero que alguien más hable.

Pero claro, ahí estaba yo, en primera fila, con un cartel que decía “No sé por qué estoy aquí”, y la voz temblorosa cuando me pidieron hablar.

Ahora, años después, me veo parado frente a una multitud real, miles de personas gritando, y pienso: “¿Cómo pasó esto? ¿Cuándo dejé de ser el chico que se escondía en el baño para ser el tipo que tiene que calmar a una nación?”

En casa, mi familia no entiende nada. Mi madre me pregunta:

—¿Y qué haces exactamente en ese trabajo?

—Pues... manejo cosas importantes —respondo, evitando detalles.

—¿Y eso qué significa?

—Que hago discursos, voy a reuniones y... bueno, a veces digo cosas que no entiendo.

Mi hermano menor me mira y dice:

—O sea, eres como un influencer, pero sin seguidores.

—Exacto —le contesto—. Y con más problemas.

En el fondo, sé que no estoy listo para esto. Pero aquí estoy, atrapado en un papel que no pedí, intentando aprender sobre la marcha y evitar que todo se derrumbe.

Si pensaba que ser ministro era solo posar para fotos y dar discursos, estaba muy equivocado. La realidad es un desastre constante, una montaña rusa de problemas que me hacen cuestionar si no debería haber seguido siendo el chico que se escondía en el baño.

Una vez, en una reunión con expertos, intenté aportar una idea brillante. Me levanté con confianza y dije:

—Creo que deberíamos ponerle más corazón y menos números a la economía.

Hubo un silencio tan pesado que sentí que podía cortarlo con un cuchillo. Mi jefe de gabinete me lanzó una mirada que decía “¿En serio?”, y yo solo pude sonreír nerviosamente mientras buscaba la puerta de escape.

Pero eso fue solo el comienzo.

En otra ocasión, durante una conferencia de prensa, un periodista me preguntó sobre el plan para reducir el desempleo. Sin pensarlo, respondí:

—Estamos trabajando para crear más empleos, como cuando uno arma un mueble de Ikea: hay que seguir las instrucciones, pero a veces hay que improvisar.

Las cámaras captaron mi sonrisa, y las redes sociales explotaron con memes de ministros armando muebles con instrucciones confusas.

Mi jefa de prensa me gritaba por teléfono:

—¡Ministro, por favor, deja las metáforas! ¡No estamos vendiendo muebles!

Y yo, entre risas nerviosas, respondía:

—Pero es que la economía es un mueble gigante, ¿no?

Además, tuve el “episodio del café”. En una reunión importante, mientras explicaba un plan, accidentalmente derramé café sobre unos documentos cruciales. Intenté limpiarlo con servilletas, pero solo empeoré la situación.

—No se preocupe, ministro —dijo un asesor—. Podemos imprimir copias nuevas.

—¿Y si imprimimos café? —bromeé—. Así al menos estamos hidratados.

Mis colegas no encontraron la broma tan graciosa.

Las manifestaciones seguían creciendo, y cada vez que salía a hablar, sentía que me metía en más problemas. En una ocasión, intenté calmar a la multitud diciendo:

Y así, entre errores, metidas de pata y frases sin sentido, iba acumulando fama como el ministro más torpe del país. La gente no sabía si reír o llorar, y yo tampoco.

El día que todo explotó fue uno de esos días en que el universo parece conspirar contra ti. La manifestación era gigantesca, las calles llenas de gente con pancartas, gritos y miradas que quemaban. Yo estaba frente a las cámaras, con el corazón latiendo a mil por hora, la corbata apretándome el cuello como si quisiera estrangularme y la voz temblorosa que apenas podía controlar.

Intenté armar un discurso coherente, pero las palabras se me escapaban como agua entre los dedos. Sentí que la multitud y los micrófonos me absorbían, que el suelo se abría bajo mis pies y que las cámaras eran focos de interrogatorio.

—Estamos trabajando arduamente para resolver todo, confíen en nosotros —dije, con la voz quebrada y una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora pero que sonaba más a una mueca de pánico.

La frase salió sin pensar, sin convicción, pero ahí estaba, la mayor mentira de mi vida. La multitud reaccionó con un silencio pesado, como si supieran que estaba diciendo algo que no creía ni yo mismo.

En ese momento, sentí que mi cabeza daba vueltas, que el sudor me empapaba la frente y que las piernas me temblaban. Intenté seguir hablando, pero las palabras se enredaron y terminé tartamudeando.

—Eh... eh... estamos... eh... trabajando... —balbuceé, mientras un asistente me pasaba un vaso de agua que derramé en mi pantalón.

Las cámaras captaron todo. El público en casa vio al ministro más desorientado y vulnerable que jamás habían imaginado. Los memes no tardaron en llegar: “Ministro mojado y sin palabras”, “El hombre que dijo la mayor mentira y se ahogó en su propio discurso”.

Después de ese día, mi vida cambió para siempre. Ya no era solo el ministro torpe; era el símbolo del desastre político, el hombre que no podía ni siquiera sostener un vaso de agua sin arruinarlo.

Pero, ¿saben qué? A pesar de todo, sigo aquí. Con miedo, con dudas, pero con la esperanza de que algún día pueda decir algo que no sea una mentira, que no sea un error, que no sea motivo de risa.

Después del colapso en vivo, la cosa no mejoró. De hecho, fue como si hubiera abierto una caja de Pandora y todos los problemas salieran a la vez. Cada aparición pública se convirtió en un espectáculo de errores y metidas de pata. La prensa me seguía como si fuera un reality show, y las redes sociales explotaban con cada frase desafortunada.

Un día, en una reunión clave, olvidé el nombre del ministro de Hacienda y lo llamé “Señor Dinero”. Hubo un silencio tan profundo que hasta los ventiladores dejaron de sonar. Mi jefe de gabinete me lanzó una mirada que decía “¿En serio?”, y yo solo pude encogerme de hombros y decir:

—Bueno, al menos sé quién maneja la plata.

Mis colegas empezaron a evitarme en los pasillos, y los asistentes de prensa me recomendaban no hablar más en público. Pero claro, cada vez que intentaba quedarme callado, alguien me ponía un micrófono delante y todo volvía a empezar.

Ahora, sentado en mi oficina, con la luz tenue y el eco de mis errores resonando en las paredes, escribo esta autobiografía que nadie pidió. No sé si reír o llorar. No sé si seguir o renunciar. Solo sé que esta historia es mi verdad, absurda y dolorosa.

Quizás algún día alguien entienda que detrás del político incompetente hay un ser humano perdido, que solo quería hacer lo mejor, pero terminó haciendo un desastre tras otro. Y quizás, solo quizás, esta tragicomedia tenga un final donde pueda mirar a la multitud y decir algo sincero, sin miedo ni mentiras.

"A veces la mayor mentira no es lo que decimos, sino lo que creemos que podemos manejar."

Posted Jun 03, 2025
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