Me desperté de golpe, temblaba. El frío se clavaba como finas agujas en mi piel, atravesaba la mohosa manta que me cubría y formaba una capa de hielo invisible que alejaba el calor corporal de mi cuerpo, cosa que creía imposible. Mi tenue aliento formaba acuarelas de niebla blanca frente a mis ojos, aterrizando de forma abstracta sobre el plástico transparente de la parada de autobús, el cual se veía interrumpido por intentos de grafitis hechos con rotulador rojo. Respiré el gélido aire callejero, que mezclaba el lejano olor a tortas fritas y la fragancia otoñal que creaba la lluvia pasajera. Recién estábamos a mediados de noviembre, y montículos de nieve sucios con barro ya se apilaban al lado de la larga hilera de faroles que bordeaba la calle.
Me incorporé, tanteando instintivamente el asiento sobre el cual dormía, para hacerme con mi vieja mochila raída que hacía en modo de almohada. Revisé mis pertenencias; los billetes arrugados en el bolsillo exterior, una muda de ropa, mi botella de agua y restos de mi última comida envueltos rigurosamente en papel de aluminio. Mi cepillo de dientes, un rollo de papel higiénico casi vacío y por último, la maltratada fotografía polaroid, resguardada cuidadosamente de la humedad entre las páginas de una pequeña libreta. Ya no llovía, y las espesas nubes brumosas se empezaban a deshacer, dejando paso a una profunda noche de pocas estrellas. De vez en cuando se entrevía el destello de la luna, perdida entre la contaminación lumínica que iluminaba a la ciudad bajo una tenue cúpula fluorescente. Aún somnolienta, enrollé la manta y la até a mi mochila, bostezando y frotándome las articulaciones aún rígidas por el frío. Me la colgué al hombro mientras golpeaba mis botas una con la otra, sacudiendo la costra de barro que se había formado en la suela. Y empecé a caminar.
Si vives en la ciudad sabes que hay diferentes tipos de andares. Se separan en dos grupos, así como el día y la noche separan 24 horas. A medida que el cobarde del sol se esconde entre las estructuras de piedra, tostando la pintura de los edificios y casas de un matiz dorado, el andar de las personas se encoge como si se vieran oprimidos por el peso de la oscuridad. Los pasos se aceleran, no en una carrera contra el tiempo como de día, sino que en un apresurado baile que busca esquivar la muerte. Pero no todos aprenden a bailar a tiempo, y algunos caen como polluelos del nido, sin nadie que los rescate de la inmensa caída que se abre ante ellos. Yo camino encorvada, mi capucha proyectando sombras en mi rostro.
Llevo las manos en los bolsillos, lo cual es una imprudencia que me podría llegar a costar la vida. Sin embargo, el frío me congela las extremidades, y de nada me sirven un par de manos rígidas si se trata de defenderme de un asalto, o sortear una verja de alambre. Así es que sigo mi camino, evitando las circunferencias de luz que proyectan las farolas. Cuando llego a la avenida principal me detengo por un segundo, frotándome las rodillas acalambradas. El frío parece aumentar a medida que la medianoche se hace presente, trayendo consigo una tanda entera de sonidos extraños e insólitos, por lo que me ajusto la capucha para cubrirme las orejas. En la avenida, la oscuridad parece ser atacada constantemente por carteles luminosos y faroles intermitentes de autos que no se rigen por el horario. Clubes nocturnos abundan en las esquinas, resguardados por gorilas de gruesas cejas fruncidas que contrastan con los láseres policromáticos que se filtran de las puertas entreabiertas. Es como si la ciudad estuviese viva. Así cobra sentido la asociación de la vida con la luz. Y me pregunto cuánta gente está sumida en la oscuridad, aún rodeados de vida deslumbrante. Y enmudezco mis pensamientos, porque soy consciente de que soy una de ellos.
Me perdí entre la gente que deambulaba borracha entre botes de basura y postes de luz. Las columnas de cigarrillo se elevaban a mi alrededor. Deambulé por la ciudad, sin un lugar fijo donde ir. No estaba muy segura de qué buscaba. Tal vez un refugio abierto, aunque dudaba que encontrara algo en esa parte de la capital. Así es que seguí caminando, sin parar, buscando un lugar donde pasar la noche. Estaba cansada. Me pesaban las piernas y lo único que quería, más que nada en el mundo, era parar. Pero como no, empezó a llover. Maldije carbonatado, lo que ocasionó que un grupo de universitarios de fiesta se voltearan a mirarme sorprendidos. Poco a poco la gente comenzó a refugiarse en las entradas de los edificios, dejando la calle vacía. Pensé en entrar a "Doux palais", una cafetería comprimida entre dos edificios que recibió su nombre gracias al traductor de google, en un intento de atraer más clientela por la promesa de una experiencia refinada. En realidad era un maltratado local administrado por una familia griega que ofrecía croissants amargos y cafés que definitivamente no eran dulces para el paladar. Pero me temía que, por desesperados que estuvieran por llenar la cafetería, jamás consentirían que una sucia adolescente callejera accediera al local. Era una realidad que había aprendido a aceptar en los últimos meses; soy una marginada, rechazada por la sociedad. Simplemente no encajo.
La lluvia no tarda mucho en empaparme. Hasta de mi cabello escurre agua, aún estando escondido entre los pliegues de la capucha de mi chaqueta. En otras circunstancias, tal vez desde un café calefaccionado que realmente vendiera café, el paisaje lluvioso resultaría agradable, incluso hermoso. El reflejo de las esferas de luz flota sobre charcos que se acumulaban en las calles y pequeñas gotas salpican las ventanas de los edificios, creando un espejismo mágico e hipnotizante. Aún así no soy capaz de admirar el panorama lluvioso. Me pregunto cuándo fue la última vez que logré realmente disfrutar algo como cuando era chica, sentada en la cocina y acompañada de mi padre, sin preocupaciones. Me pregunto cuándo dejé atrás a esa niña. Y me pregunto si fue mi culpa. ¿Había algo que podría haber hecho para evitar llegar al punto donde ni siquiera la fascinante escena luminosa de la lluvia me anima? No recordaba donde había empezado todo, así como uno no recuerda el momento exacto en el cual el chispeo de la lluvia se convierte en un torrencial. Aún así me pregunto si tal vez, siendo más atenta, habría logrado evitar las peleas. Si en vez de aguantar la presión acumulada en lo que alguna vez llamé hogar, hubiera intentado arreglar las cosas, ¿sería todo diferente? Solía reprimir estas preguntas, estos sentimientos que me asaltaban tanto de día como de noche y que, francamente, me horrorizaban. Pero supongo que ahora eso no tiene sentido. Me siento en una banca de piedra que se encuentra resbalosa a causa de la lluvia y entierro mi cabeza entre las manos. Resulta una ironía, pues en la cúspide de mi dolor, deja de llover, como si el clima no quisiera escuchar mis problemas. Supongo que nadie quiere en realidad. Me descuelgo la mochila del hombro y abro con cuidado el malgastado cierre, rebuscando entre mis pertenencias la pequeña libreta de tapa gris. Me seco sin mucho éxito las manos antes de abrirla y extraer la foto polaroid. Mi padre, sonriente, abrazando desde atrás a mi madre, joven y embarazada de mi hermano. Una gota emborrona la esquina, y no es lluvia. ¿Cómo se quebró mi hogar sin que yo me diese cuenta? Debería haber previsto que sería así. Luego de su muerte, yo no era suficiente para llenar el vacío de la pérdida de un hijo. Debí haberlo sabido. La ciudad vive con el latido de las luces, pero yo ya no siento nada. Solo mi alma resguardada en esa pequeña polaroid, que se encuentra detenida en un tiempo en el cual todos éramos felices. Entonces, una corriente de aire otoñal sopla cual brisa de aliento en mi rostro, y la polaroid se eleva al vuelo, arrancada de mis manos al igual que mi infancia me fue arrancada con la muerte de mi hermano. Un grito desgarrador sale de mi garganta, tropiezo con la correa de mi mochila en un intento de recuperar lo único que me queda de vida, pero ya es muy tarde. Perdida en el mar de luces, caigo de rodillas en la nieve. Y ya no existo, porque mi alma se fue volando con la polaroid, perdida ahora entre una vida de lágrimas resplandecientes de otoño. Me sumo en la oscuridad.
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